El despertar de Alice había cambiado, sus horas de estudio
se dispersaban y se encontraba desganada. Habían pasado unos sesenta días desde que Tom se marchó, pero
para ambos parecían años que trascurrían sin poder transmitirse físicamente lo
que sentía el uno por el otro. Intentaron por todos los medios hacer coincidir
sus vacaciones pero era casi imposible. Cuando ella había comenzado la tarde,
él ya estaba destapando la cama para irse a dormir después de un día de papeleo
y movimientos continuos de un negocio a otro. Era un magnate para los convenios
con otras sociedades, su practicidad hacía que se sintiera útil en el mundo publicitario
y su perspicacia provocaba que los contratos con otras compañías durasen
incluso años. Se podría decir que gracias a él todo iba sobre ruedas y viento
en popa. Sin embargo, ella era todo lo contrario. El hecho de que trabajase
rodeada de calorías la hacía más dulce. Su timidez, a pesar de estar trabajando
de cara al público, era imposible de borrarla cuando iba caminando entre la
muchedumbre que rodeaba las sillas y mesas del local. Aun así, brillaba con luz
propia. Él podía encontrarla entre la multitud en plena Manhattan porque era
imposible no perderse en aquellos ojos marrones y en esa sonrisa de terciopelo.
Se complementaban de maravilla porque el uno para el otro era lo que hace años
iban buscando.
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