Reina Roja Jack Escarcha El intercambio Lucía en la noche El Paciente Casi, casi No es mío El jardín del gigante

Ingenuo.

Di varios pasos en falso. Mi corbata se encontraba rodeando mi cuello. Me atraías a ti. Era tu muñeco sexual, tu satisfacción personificada y tu ingenuidad escondida.

Rouse, vuelve a casa.

Me quedé perpleja. No me seguía. Iba caminando por la calle con rapidez pero al cruzar la esquina que desunía su cuerpo con el mío aminoré el paso. Quedé esperándome incluso un minuto para que apareciera; pero no lo hizo. Le odiaba. Odiaba todo lo que había dicho, sin embargo no podía dejar de quererle. Él era mi todo. Quería irme con él. No soportaba a mis padres y ellos a mi tampoco por muy sangre de su sangre que fuera. A mis dieciséis años ya estaban mis problemas de rebeldía que ellos pretendían eliminar de un día a otro, pero de nada les sirvió porque eso me hizo más soberbia.

Iba caminando por la calle de camino a casa y no sabía que bronca me echarían esta vez o que harían conmigo para que no volviera a escaparme de mis cuatro esquinas. Pero es que no podía. Era encerrarme entre las paredes de mi habitación y cada lugar me recordaba a él. La suerte que tuve, por llamarla así, es que se olvidase de su frasco de colonia en mi cuarto. Manché cada cojín, cada peluche que tenía de mi infancia, cada trapo encerrado en mi armario, pero seguía quedando en el bote un poco con el que me daba fuerzas para seguir estudiando o hacer trabajos múltiples.

Mi casa estaba silenciosa. No había nadie levantado aún. Solía despertarme ante que ellos, por lo que salía a escasas hora de la mañana de casa y volvía cuando se acostaba el Sol. Esta vez era diferente. Mis padres estaban esperándome en  mi habitación.

-¡Rouse! - mi intento de encerrarme en el baño fue fallido. No quería escucharles, y lo primero que salió de la voz de mi padre fue un - Eres una desobediente.

Con él era imposible discutir. Siempre llevaba la razón. Desde que abofeteó mi cara por una mala contestación no he vuelto a justificarme ni a llevarle la contraria. A pesar de mi mayoría de edad no pretendo llevarle la contraria pero siempre debe tener razón de todo lo que dice o haga. Sin embargo mi madre, una sumisa a sus órdenes, sólo sabe justificar mis acciones en relación a mi edad. Saca las castañas del fuego cuando mi padre está malhumorado, pero a mi sus humos me dan igual. A veces creo que si fuera una chimenea en vez de una persona daría calor a todo el Universo.

-Déjala Teo. Es mayorcita. - escuchaba decir a mi madre mientras yo miraba dubitativa a el hombre de la casa.
-¿Ves?. Exactamente por eso la niña se va de casa y vuelve cuando quiere. No tiene horarios, no respetar reglas y para ella las leyes no existen.
-Ella sabe perfectamente lo que hace, cuando lo hace y con quien lo hace.
-Eso es otra. Ese Max con el que seguro has estado. Todavía estoy esperando que me lo presentes en condiciones. No estando entre tus sábanas.

Sí, así le había conocido. Entre mis sábanas. Lo que no sabe es que una y mil veces se encontraba en el armario cuando yo disimuladamente me vestía y me levantaba de la cama con un supuesto dolor de cabeza.

Desde la ventana.

Encerré mi aliento entre su pelo. Mis manos acariciaban su vientre plano. Le abrazaba desde atrás. Sus manos instintivamente agarraban las mías en un acto de unión.

Se hizo por la mañana. Yo aún olía el café que desprendía su cabello. Ella, sin embargo, estaba despierta. Siempre se despertaba antes que yo y hacía lo imposible para hacerme rabiar y tener que levantarme de la cama e irme al sofá para poder descansar en paz y tranquilidad; pero ella volvía a seguirme cual perro a su amo.

Comprendía que quería pasar el mayor tiempo conmigo. No quería verme con los ojos cerrados sino clavandolos en los suyos. Sus ojos, verde naturaleza, se centraban en mi cara. Yo tenía entreabierto los párpados pero ella nunca se daba cuenta de que era capaz de hacer eso sin que se diera cuenta. Se colocó encima de mi y  acto seguido apoyó su cabeza en mi pecho desnudo. Casi en un acto impulsivo coloqué mi mano derecha en su cabeza y comencé a acariciarle ese pelo que tanta paz infundía en mí.

-Me he marchado de casa - dijo con voz entrecortada.
-Lo suponía - contesté.
-Pero esta vez para siempre.
-Debes volver Rouse. Tus padres se preocuparán por ti. Me tienen entre ceja y ceja, y no quiero causar un problema para ti.
-¿Vengo a las tantas de la madrugada a verte después de tanto tiempo y lo primero que te quita el sueño son mis padres? - preguntó indignada entre carantoñas. Le encantaba hacerlas.
-Te estoy hablando enserio pequeña. No me preocupan tus padres, me preocupas tú. Y si eso requiere que tenga que cogerte en brazos y llevarte a cuestas a tu casa, lo haré.
-No, tranquilo. Me marcho por mi propio pie.

En ese momento se levantó casi de un salto de mi cama. Cogió sus cosas y en menos de un suspiro desapareció.
Nunca había visto esa reacción que tuvo en ese mismo momento. No sé si fue un acto de valentía o de cobardía el quedarme de brazos cruzados siendo testigo de como su pelo se zarandeaba de derecha a izquierda. Me levanté de la cama. Me asomé a la ventana. Ella siempre giraba la cara para tirarme un beso, pero esta vez iba con la cabeza bien alta y no tenía pensamientos de hacer ese movimiento que para nosotros era como un ritual. Yo hacía lo mismo cuando me marchaba de su casa cuando sus padres estaban de viaje, que solía ser muy a menudo por lo que ella siempre estaba sola por lo que venía a casa o se llevaba a alguna amiga para que le acompañase esos días o viceversa.
Fue una acción muy orgullosa por mi parte. A día de hoy, siendo casi medio día, ni siquiera la he llamado, ni he intentado hablar con ella sobre nada. Aunque sólo fuera para preguntarle si había llegado bien. Pero esto no puede seguir así. Cogí las cosas que me parecían importantes y fui en busca de Lady.

Lady Rouse.

La tumbé en mi cama. En ella se desmayó y se desvaneció a la vez que su cuerpo emitía vibraciones hasta que conseguí taparla con toda la ropa que había a mi alrededor. El cuarto era una leonera, pero con ella todo estaba en orden. Sólo necesitaba reflejarme en sus ojos y que ella penetrase en mis pensamientos. Que fuera una imagen real y no una representación ilusoria en mi cabeza.
Me dio la espalda. Ella solía dormir mirando a la derecha, donde se encontraba la pared más sucia de la casa. Pero esa suciedad tenía que estar allí, porque representaba sus dibujos y los míos borrados por la humedad. Mis dedos acariciaban el café que desprendían sus cabellos. Me había despertado por completo. Mis manos pasaron de estar ásperas y ser lo más parecido a un estropajo, a conseguir algodón en mi tez.
No pararía de acariciarla. Mi inspiración se fue con ella y mi mano que estaba desocupada buscaba a ciegas un bloc que andase por donde fuera para poder dibujar su semblante dormido. Ella era mi musa. Ella lo era mi todo. Mi despertar y la razón de mi existir. Sé que sonaba a típica frase de película, pero no es tan real, como en ellas. El estar mirando cara a cara, el cuerpo a cuerpo y el tener sus labios frente a los míos la última vez que pronuncié esas palabras mirándola a los ojos. De nada sirvió. Se fue. Y con ella toda mi creación.

Ahora que ha vuelto no quiero perder un segundo. Esperaba que viniera para quedarse. Esa era una de las muchas escapadas que hacía al cabo de los días, a pesar de que habían pasado meses y que se hicieron eternos para mí, para verme en cualquier recóndito lugar. Era una rebelde. Una desobediente. No seguía normas y para ella no existían las leyes. A pesar de su mayoría de edad le gustaba que la llamase "pequeña, mi dulce y pequeña Lady".

-¿Max? ¿Estás ahí? - preguntó una vocecilla que se encontraba a mi lado.
-¡Shh!. Descansa pequeña Lady. Necesitas descansar. Mañana te llevaré a un lugar maravilloso.
-De acuerdo - me regaló una media sonrisa y cerró de nuevo los ojos que hace unos segundos estaban buscándome.

Yo seguía dibujando. Esa lamparita que se encontraba en mi mesilla de noche, por llamar de alguna forma a aquellos montones de revistas de Rock and Roll y Pop Internacional, me estaba ayudando a acabar el boceto que estaba llevando a cabo de mi Lady. Pero no podía más. Mis ojos estaban cansados. Era media noche y prefería disfrutar notando el calor del cuerpo de ella a estar sosteniendo un rígido lápiz que trazaba lineas por doquier. Sin embargo, estoy muy feliz de mi resultado. Me quedó intachable a pesar de la rapidez con la que iba diseñando algo que el hombre delineó mejor que la propia imaginación. El cuerpo de Lady, el perfectísimo cuerpo de Rouse.

El destello de mi oscuridad.

Todo volvía a su curso. Sus pequeñas manos forcejeaban con sus nudillos en un rectángulo de madera a las afueras de mi guarida. El frío congelaba sus huesos. La temperatura gélida congelaba mis labios haciendo tiritar mis dientes.
Mis orejas escuchaban unos fuertes portazos provenientes de un extremo lejano. Los ojos pesaban. Pesaban demasiado como para abrirlos en un sólo momento. Paulatinamente mis párpados iban haciendo su intento de despertar. Los golpes no cesaban y mi negación a levantarme iba agrandándose.

La casa era un glaciar. Me envolví en mantas tiradas al lado de mi cama y baje las escaleras lo más estable que pude mantener mi cuerpo hasta llegar al final de ella. La mirilla estaba empapada de la humedad por lo que no podía ver quien se encontraba a través de ella. Hice intentos absurdos pensando no abrir, pero bajar desde mi cuarto hasta la entrada hubiera sido absurdo. Nunca le tuve miedo a nada; y mucho menos a nadie. Giré el pomo de la puerta y desde ella empujaron unas manos congeladas. Estaba medio dormido pero mis reflejos seguían intactos a pesar de acabar de desvelarme. Me aparté con rapidez y dejé entrar unos cabellos color café. Aquellos mechones que tantas noches he podido llegar a oler a las tantas de la madrugada. Sus ojos estaban hinchados. Sus perlas tiritaban más que las mías y sus manos posadas a ambos extremos de sus brazos movían de arriba a abajo sus vestimentas intentando darse calor, un calor que sólo podía proporcionarle yo. Un calor que era mutuo.

Cerró la puerta con brevedad y se acercó a mi. Sus brazos, ahora extendidos, se posaron alrededor de mis caderas y en un intento de consuelo la manta cayó de mis hombros a los suyos concediendo la calidez que ella regalaba a mi cuerpo.

-Te quiero - decía entre vapores húmedos que salían de su boca congelada.

No emití sonido. Sólo quería abrazarla. Sólo quería poner ese toque romántico que me faltaba en los momentos que más los necesitaba.

Sus lágrimas no cesaban. Caían una por una al suelo. La brevedad de mis susurros haciendo callar su llanto fue la misma que la de mis brazos agarrando su cuerpo y llevándola a lo más alto. Mi habitación.