Ella se encontraba tumbada en la cama. Bocarriba. Esa
postura que adoptan los humanos mirando hacia el techo cuando quieren tomar la
posición vertical de los pensamientos. Dibujaba sus sentimientos, sobre el
techo blanco, de color negro. No porque el negro fuera el color indispensable
de la tristeza sino porque el contraste era más claro y sencillo para sus
pequeños ojos llorosos.
Atrapada entre su cabeza y su corazón, los cuales sentían lo
mismo, se gritaba desde su fuero interno “mientras haya un ápice de esperanza seguiré
luchando”. Le resultaba complicado tirar la toalla cuando aún existía esa
efímera posibilidad.
Conseguía de su propio lecho diferentes perspectivas.
Vueltas y vueltas girando sobre si misma tumbada en un mismo lugar del cual no
quería levantarse.
Llevaba días sin salir, horas sin comer… Su cabeza le pedía
descansar y su estómago alimentos. Estaba perdida. Su teléfono no paraba de
sonar. La echaban de menos. Echaban de menos esa sonrisa angelical y dulce con
la que despertar el buen humor a los de su alrededor. Pero ella no tenía humor
sino dolores de cabeza. Intentaba echarle un pulso a la vida, ser más fuerte
que el propio viento arrastrando las hojas de los árboles caídas por el otoño.
Dio un salto de su cama. Se dispuso a ir a la cocina, abrió
la nevera, en la cual podría hacer puenting
cualquier animal que se propusiera a entrar dentro de ella porque estaba vacía
excepto por algún que otro cartón de leche, y con agresividad rasgó una parte
del envase que le impedía beber de ella. Tragó sin disimulo hasta saciar su
sed. Se volvió hacia la entrada del baño donde había un enorme espejo que
delataría su cuerpo turbio, débil y pálido; pero eso no fue excusa para
adentrarse en la ducha y encender el grifo donde caía el agua más helada que el
invierno de Canadá, eso es lo que haría despertarla totalmente del letargo.
Finalizada su desintoxicación amorosa agarró el teléfono,
llamó a su mejor amiga y al segundo ésta descolgó escuchando tras el auricular:
– Helena, creemos anticuerpos contra el dolor amoroso. Te
espero a las doce de la mañana al lado de aquella cafetería en la que es un
pecado no entrar. – Dijo casi sin aliento a su amiga que aun anonadada por el
estado anímico de la protagonista y sin que ésta pudiera verla tenía la boca
abierta de par en par.
– Pero… ¿Qué es lo que te ha picado ahora Carola?
– Me ha picado el mosquito de la vida, se ha despertado mi
vena de la diversión… Pero eso da igual Helena. ¿Vas a discutir ahora conmigo o
vas a mover tu trasero de donde estés para vernos y tomar algo?
– Si, por supuesto. Llevo días intentando localizarte como para desperdiciar en estos momentos un plan como el que me ofreces – contestó su amiga casi sin aliento.
– Entonces a esa hora en The little delicacy.
– De acuerdo, allí nos veremos por fin.
Descolgó sin despedirse de su amiga y con movimientos
delicados empezó a recoger la ropa del suelo del cuarto de baño y a vestirse a
la velocidad de la luz. Eran las once y no podría hacer esperar a su amiga que
tan entusiasmada estaba porque al fin se hubiera decidido a salir de esas
cuatro paredes multiplicada por habitaciones.
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