Como cada
mañana ella se levantaba de la cama. Iba directa a la cocina, agarraba la taza
con la mano izquierda y la cafetera con la derecha. Oía el sonido del café
impactar en el fondo de ésta. Todo parecía normal. Un nuevo día que le había
regalado la vida. Un abrir y cerrar de ojos continuo mientras pestañeaba tierra
en su mirada observando el cielo azul lleno de nubes tan blancas como las
fachadas de las casas al horizonte.
Las monótonas madrugadas, con sus innatos
movimientos pero con una respiración entrecortada a sus espaldas. Se trataba de
él. Del chico que seguía buscando entre las callejuelas y recovecos de la
ciudad. Su nombre era desconocido, pero el sabor de su mirada y el color de sus
labios era lo que le hacía perder la conciencia.
Ese olor tan
peculiar que llevaba impregnado en la ropa para ella era como su pan de cada
día, sin embargo él no paraba de inspirar para hacer de ese aroma su propio
signo de identidad.
Seguían en
ropa interior. No se molestaron ni de desprender ni de colocarse ropa; les era
suficiente con lo que llevaban. El tacto de sus dedos en la cintura de ella y
como instantáneamente se le erizaba el vello eran pequeños movimientos que
hacían que ella se pusiera nerviosa de un momento a otro y que él se relajase
aún más.
Ella era sus
besos crepusculares y él se convirtió en sus tempranas caricias.
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