Reina Roja Jack Escarcha El intercambio Lucía en la noche El Paciente Casi, casi No es mío El jardín del gigante

El destello de mi oscuridad.

Todo volvía a su curso. Sus pequeñas manos forcejeaban con sus nudillos en un rectángulo de madera a las afueras de mi guarida. El frío congelaba sus huesos. La temperatura gélida congelaba mis labios haciendo tiritar mis dientes.
Mis orejas escuchaban unos fuertes portazos provenientes de un extremo lejano. Los ojos pesaban. Pesaban demasiado como para abrirlos en un sólo momento. Paulatinamente mis párpados iban haciendo su intento de despertar. Los golpes no cesaban y mi negación a levantarme iba agrandándose.

La casa era un glaciar. Me envolví en mantas tiradas al lado de mi cama y baje las escaleras lo más estable que pude mantener mi cuerpo hasta llegar al final de ella. La mirilla estaba empapada de la humedad por lo que no podía ver quien se encontraba a través de ella. Hice intentos absurdos pensando no abrir, pero bajar desde mi cuarto hasta la entrada hubiera sido absurdo. Nunca le tuve miedo a nada; y mucho menos a nadie. Giré el pomo de la puerta y desde ella empujaron unas manos congeladas. Estaba medio dormido pero mis reflejos seguían intactos a pesar de acabar de desvelarme. Me aparté con rapidez y dejé entrar unos cabellos color café. Aquellos mechones que tantas noches he podido llegar a oler a las tantas de la madrugada. Sus ojos estaban hinchados. Sus perlas tiritaban más que las mías y sus manos posadas a ambos extremos de sus brazos movían de arriba a abajo sus vestimentas intentando darse calor, un calor que sólo podía proporcionarle yo. Un calor que era mutuo.

Cerró la puerta con brevedad y se acercó a mi. Sus brazos, ahora extendidos, se posaron alrededor de mis caderas y en un intento de consuelo la manta cayó de mis hombros a los suyos concediendo la calidez que ella regalaba a mi cuerpo.

-Te quiero - decía entre vapores húmedos que salían de su boca congelada.

No emití sonido. Sólo quería abrazarla. Sólo quería poner ese toque romántico que me faltaba en los momentos que más los necesitaba.

Sus lágrimas no cesaban. Caían una por una al suelo. La brevedad de mis susurros haciendo callar su llanto fue la misma que la de mis brazos agarrando su cuerpo y llevándola a lo más alto. Mi habitación.

No hay comentarios:

Publicar un comentario